Vivimos en una época donde el éxito se mide en cifras, propiedades y estatus, mientras el amor, la familia y la tranquilidad emocional quedan relegados a un segundo plano. La gente está perdiendo demasiado tiempo —y demasiadas cosas valiosas— persiguiendo dinero, sin darse cuenta de que en esa carrera también se les va la vida.
No se trata de condenar el deseo de progresar ni de romantizar la pobreza. El problema surge cuando el dinero deja de ser una herramienta y se convierte en una obsesión. Entonces llegan las ausencias: padres que no ven crecer a sus hijos, parejas que conviven sin comunicarse y amistades que se enfrían por falta de tiempo. Todo por “asegurar el futuro”, mientras el presente se desmorona.
La sociedad nos ha enseñado que quien más trabaja, más vale. Pero poco se habla del costo emocional de jornadas interminables, del estrés constante y de la soledad que acompaña a muchos que, paradójicamente, “lo tienen todo”. El amor no cotiza en la bolsa, pero su ausencia se paga caro en ansiedad, rupturas y vacíos difíciles de llenar.
En países como el nuestro, donde la lucha diaria por sobrevivir es real, el dilema se vuelve aún más complejo. Sin embargo, incluso en medio de la necesidad, conviene preguntarnos qué estamos sacrificando y si el precio que pagamos es justo. Porque de nada sirve construir casas si dentro no hay afecto, ni llenar cuentas bancarias cuando el corazón está en números rojos.
Tal vez ha llegado el momento de replantearnos el verdadero significado del éxito. El dinero puede comprar comodidades, pero no reemplaza un abrazo, una conversación sincera ni la paz de llegar a un hogar donde alguien nos espera. Al final, cuando se apagan las luces y se hace silencio, lo único que realmente pesa no es cuánto ganamos, sino a quién amamos y quién nos amó.

